lunes, 17 de marzo de 2025

EL CÓDICE DE MANUEL ABAD LASIERRA DE SAN JUAN DE LA PEÑA

ESTA EXPLICACION ESCRITA Y PUBLICADA POR VICENTE DE LA FUENTE EN 1885, ES LA MEJOR MANERA DE COMPRENDER CON QUE PROBLEMA SE ENCONTRO EL ARCHIVO HISTORICO-NACIONAL POR LA ACADEMIA DE HISTORIA ASI COMO LA FORMACION DE SUS ARCHIVEROS. 

CON ESTE ARTICULO RECUPERADO, PRETENDO RECORDAR LO QUE SE PUBLICO Y RECORDAR EL CODICE ESCRITO POR DEL ESTADILLANO MANUEL ABAD LASIERRA 


La América, crónica hispano americana, 28 de abril de 1885

LA CUESTION DE ARCHIVOS DE ESPAÑA

ARTICULO VI

Formación del Archivero histórico-nacional a consecuencia de la desaparición de los archiveros eclesiásticos

Las noticias consignadas en el artículo anterior nos llevan naturalmente a tratar de la creación del Archivo histórico-nacional por la Academia de la Historia, de sus antecedentes y resultados, y del sic vos non vobis a que ha venido a parar, en menosprecio de esta.

Los archivos monásticos incautados o saqueados en 1835, y los eclesiásticos intervenidos u ocupados en 1842, seguían amontonados en las oficinas de Hacienda en el estado más deplorable de suciedad, confusión y abandono que decirse puede, y casi sin excepción alguna. Otros quedaron abandonados en los rincones de los monasterios y conventos, sin que hubiese quien los recogiera, y a merced del primer ocupante.

En vano se formaron comisiones provinciales de monumentos. Las diputaciones provinciales miraban á estas casi siempre con desprecio y ojeriza; apenas querían señalar fondos para ellas en los presupuestos provinciales. Si los señalaban, no los pagaban; y si los pagaban, no llegaban a manos de las comisiones sino muy mermados, pues se gastaban en almuerzos y propinas, mediante las célebres cuentas del Gran Capitán.

Para solemnizar los días del gobernador se suponía la restauración de un cuadro que no se restauraba; a veces se suponía que la comisión iba a visitar un monumento histórico, y la visita se reducía a una gira 6 día de campo, en que se comían entre los diputados y la comisión todos o gran parte de los fondos presupuestados dos. Las excavaciones en busca de monumentos antiguos vinieron a proporcionar tales filones, que fue preciso restringirlas y casi prohibirlas, sin previa consulta y permiso de la Academia, pues se gastaban en ellas normes cantidades, casi siempre inútilmente.

Este abandono de bibliotecas y archivos, los robos a que dio lugar, las burlas, reclamaciones y denuncias que se oían a cada paso, produjeron un clamoreo general, y la Academia de la Historia se creyó en el caso de acudir al gobierno para pedir remedio, cumpliendo en esto con los fines de su institución.

Era por entonces director de la Academia el excelentísimo Sr. D. Luis López Ballesteros, a quien debió esta cuatro años de gran prosperidad y bienandanza. El respeto que su nombre inspiraba en las altas regiones del Estado y en las oficinas, el celo y tino con que procuró dirigir a esta corporación, han hecho su nombre de muy grato recuerdo para ella. Era también ministro de Hacienda el Sr. Bravo Murillo, y director de fincas del Estado el señor conde de Canga Argüelles.

Á estas tres personas debe la nación el haber salvado los escasos restos de los archivos monásticos, que han servido para formar el Archivo histórico-nacional, con un número considerable de pergaminos importantes, resto de la multitud perdida en los diez y seis años qué estuvieron en las oficinas de amortización.

Son notables las palabras honrosas y comedidas de aquel director, que contrastan con las del preámbulo del malhadado decreto de l.° de enero, por cuyo motivo conviene copiar aquellas (1)

“Atendiendo la Academia al estado de completo abandono (nótese bien) a que desde la supresión de los regulares habían venido a parar los archivos de los monasterios, concibió el pensamiento de salvar lo poco que respectivamente aún quedaba de sus preciosos códices y manuscritos, reuniéndolos en un depósito, en donde, sin confundirse su procedencia, formando índices circunstanciados y poniéndolos en orden, sirviesen a los aficionados para adelantar sus estudios históricos. Era en España tanto más sensible la pérdida de aquel rico tesoro, cuanto mayor había sido el cuidado que los monjes habían tenido en formarlo, defendiendo del furor de terribles invasiones todo lo más rico y estimable que la antigüedad podía haber reunido.”

El Sr. Ballesteros no acusaba a los monjes, antes bien, los elogiaba; ni los motejaba de avaros y necios, antes bien, aplaudía su celo. De estas palabras citadas por un sujeto eminente en un acto oficial y al frente de una corporación literaria antigua, célebre y respetada en todos los países cultos, consta de un modo irrecusable que la riqueza literaria ocupada por el Estado a los monasterios y conventos, era ya casi nula en 1850, y que esa poca se hallaba en completo abandono en poder del Estado. Esto lo sabía todo el mundo; pero conviene que conste por medio de tan autorizada prueba, pues en la conspiración contra la verdad que existe de un siglo a esta parte, sucede a veces que se nos niega lo mismo que estamos viendo.

Habla en seguida de lo que debió entonces la Academia al Sr. Bravo Murillo y a los esfuerzos del director de fincas del Estado para preservar los restos de los archivos monásticos de la completa ruina á que infaliblemente caminaban, mediante los cuales se dio la real orden de 18 de agosto de 1850, mandando entregar a la Academia los códices y pergaminos anteriores al siglo XVI.

“A nuestros ruegos, añade, se dictó la real orden de 29 de octubre de 1850, por la cual S. M. la Reina tuvo a bien autorizar a la dirección de fincas para que aprobase los gastos que originara la traslación y colocación en nuestra Academia de aquellos documentos desde los puntos en que se encontrasen.”

A estas tres gestiones combinadas se debe la formacion del Archivo histórico-nacional, que a fines de 1852 contaba ya con una dotación de treinta y dos mil dos- cientos cuatro documentos, según el resumen que se publicó en la página 90 del discurso citado.

Pero hay otra cuarta persona a la cual se debió tanto o mas la reunión de esta riqueza literaria. El Sr. D. Pascual Gayangos, bien conocido por su talento, laboriosidad y vastos conocimientos filológicos, bibliográficos e históricos, principió por ceder para dicho archivo cuarenta y siete documentos originales. “Después de ofrecer esta prueba de deferencia a la corporación, dio principio a las investigaciones, merced a las cuales se han recibido en la Biblioteca gran número de pergaminos, códices y documentos manuscritos muy curiosos, que se creían absolutamente perdidos (2).”

Lo que dicho señor trabajó con este objeto, recorriendo gran parte de España, y especialmente las provincias de Aragón, Rioja, Burgos, Galicia, Salamanca, León y Valladolid, no cabe en los límites de este artículo, ni tampoco puedo hacer uso de noticias confidenciales, que yo no debo publicar.

Citaré solamente algunos hechos por vía de muestra, tanto por no comprometer a nadie, como por ser públicos en la Academia y entre los bibliófilos de Madrid.

Uno de los objetos rescatados por el Sr. Gayangos es un precioso códice de San Juan de la Peña, que contiene un tratado de paleografía, escrito por el Sr. D. Manuel Abad y la Sierra, con sesenta y ocho láminas, magníficamente dibujadas por D. Francisco Javier Santiago Palomares, a todo coste y con gran lujo y exactitud. Esta copia servía de asiento en Huesca a un empleado de poca estatura, a fin de alcanzar mejor a escribir en la mesa, y el códice conserva aun no pocos vestigios del bárbaro e innoble destino para que servía en las oficinas de Hacienda en aquella provincia. Sin la diligencia del Sr. Gayangos hubiera quizás ido en 1854 a la funesta hoguera, donde ardieron otros muchos, pues de aquella provincia solamente se rescataron cinco mil seiscientos documentos, debiendo haber venido de ella más de veinticuatro mil.

La defraudación de los documentos compostelanos que no vinieron a la Academia de la Historia, es otro de los sucesos mas públicos y deplorables que pueden citarse, donde pudieran acumularse tantos otros, y es bien sabido aun fuera de la Academia. El Sr. Gayangos, en cumplimiento de su comisión, había apartado una multitud de pergaminos y documentos notables de los que estaban depositados en el célebre monasterio de San Martin en aquella población. Viendo que los documentos nunca llegaban a la Academia, se reclamaron varias veces a las oficinas de la Coruña para que se remitieran. Por fin contestaron estas que el arzobispo de Santiago se oponía a que se remitiesen.

Cada uno pensará acerca de esto como guste, pues, a la verdad, ni se explica cómo se opuso aquel señor, ni estaban mejor los documentos en poder de la Hacienda que guardados por la Academia; y no es de presumir que las oficinas de la Coruña estuvieran de parecer de entregarlas al Prelado. Es posible que todo ello fuera un pretexto para encubrir lo que sucedió.

Ello es que al poco tiempo muchas de aquellas escrituras se vendieron en Madrid, y la Academia tuvo el disgusto de tener que rescatar a costa de sus fondos una porción de aquellos documentos, que no le hubieran costado nada si las oficinas hubieran cumplido con su deber remitiéndolos a Madrid.

En la recolección de los documentos procedentes de los archivos de Salamanca, tuve el gusto y el honor de acompañar y auxiliar al Sr. Gayangos. Las gestiones de la Academia para que se remitiesen los muchísimos documentos allí guardados, habían sido infructuosas hasta que llegó allí aquel señor.

En el discurso del Sr. Ballesteros ya citado, aparece que la Academia había recibido siete documentos relativos á los canónigos premostratenses de la Caridad en Ciudad-Rodrigo. Pero ¿en dónde estaban los pertenecientes a los ricos y célebres conventos de San Esteban, San Francisco, San Agustín y otros celebérrimos conventos de aquella ciudad? ¿Dónde estaban, o están, los de aquel célebre monasterio benedictino, que tenía muchos derechos señoriales? ¿Dónde los de la Peña de Francia, cuyo prior era señor, en lo espiritual y temporal, del coto redondo y cerro donde estaba el convento? La remisión de aquellos siete documentos a la Academia era casi una burla.

He aquí lo que sobre este punto me refirió un pobre cesante, a quien yo socorría algunas veces, y que había estado empleado en un destino muy subalterno en aquellas oficinas, y por ello se inferirá lo que allí pasaba.

Aunque ya murió, y su relación a nadie podría comprometer, no diré sino dos o tres cosas de las más inofensivas que por él supe.

Tenían un dia opíparo ambigú el gobernador civil y la diputación provincial en la sala que fue rectoral del colegio viejo de San Bartolomé. El almuerzo era quizás de patria y á costa de economías hechas en el presupuesto provincial. Los pobres subalternos, mal retribuidos y peor nutridos, no solían participar ni aun de los relieves de aquellas economías.

Un muchacho travieso, de los que suele haber en las oficinas, propuso a sus famélicos compañeros tener también otro almuerzo de patria, cuya propuesta fue acogida con silencioso entusiasmo. Las economías se hicieron en el archivo. El narrador y otro compañero más fornido cogieron sendos legajos de papeles viejos de los conventos, y dieron con ellos en una confitería o pastelería: arroba y media pesaban los cuatro legajos, que, vendidos a veinte reales arroba, dieron lo suficiente para dos botellas y algunas libras de pastelillos, bollos y una empanada. Este procedimiento sencillo fue muy del agrado de los empleados subalternos, que se dieron a repetirlo en tales términos, que los porteros, advertidos de ello a pesar de las precauciones, se creyeron en el caso de adoptarlo también por su parte, y el edificio se vio aligerado de no pocas arrobas de papel inútil, hasta que el rumor público y algunas indiscreciones vinieron a impedir la continuación de él, con harto sentimiento de los estómagos agradecidos.

Afortunadamente (para estos, por supuesto) se descubrió por entonces otro filón de mayor potencia y mejor calidad. Un charro rico exigió que se le entregasen los títulos de propiedad de unas tierras del convento de San Esteban, que había comprado. Era elector, influyente, ministerial y en época de elecciones. El gobernador exigió que se buscaran a todo trance los títulos de propiedad. Esto era imposible, a pesar de lo que se había aligerado el archivo.

En vano se hizo presente al gobernador esta imposibilidad; amenazó destituir; exigió que trabajasen los subalternos dos horas o tres más de lo ordinario, hasta encontrar la escritura. Pero ¿y si no había venido al archivo? ¿Y si había ido a la pastelería? Entonces otro muchacho listo sacó a todos del apuro. Halló una escritura, ilegible, de letra grifa, enlazada, enrevesada, de aquellas cancillerescas del siglo XVII, que no sabían leer ni los mismos escribanos que las escribían. Se le puso una cubierta de papel antiguo, y allí se escribió la portada cual convenia, con las señas que se había dado.

El charro fue rumbón, pues alargó hasta cinco pesetas la propina que dio a los escribientes. En pos de él vinieron otros charros reclamando escrituras, y fue preciso hacerles entender la gran fatiga que costaba hallarlas; que se necesitaba tiempo; que se destrozaba mucho la ropa; que se echaba a perder la vista con la mala letra, etc., etc.; de modo que no se buscaba ninguna escritura menos de cinco a ocho duros, según las circunstancias.

El negocio iba viento en popa; pero Patillas, que no duerme, hizo que uno de los charros, algo receloso, asustado al ver la ilegible letra de la escritura que se le acababa de entregar, la llevase a un clérigo llamado don José Cermeño, excelente paleógrafo, y que arregló el archivo municipal hacia el año 1856. Tiró el diablo de la manta, descubriese el pastel, y hubo disgustos con aquel motivo, y se acabó la especulación. El archivo, con todo, siguió desarregladísimo por muchos años, aquel estado tuvimos el disgusto de hallarlo en 1855 el Sr. Gayangos y yo, no sin que los empleados de Hacienda opusiesen inercia y resistencia para enseñarlo y cumplimentar la real orden.

No sé hasta qué punto serian ciertas las revelaciones del pobre cesante: yo respondo de que así se me refirieron; pero al ver el estado de suciedad, confusión y desorden de aquellos papeles, puede creerse todo, y no extrañamos la resistencia de los empleados. El Sr. Gayangos, siempre serio y lacónico en sus respuestas, se contentó con decir secamente al gobernador, al oir las escusas de los empleados, que el cumplía con dar parte a la Academia y al gobierno de que no se le había facilitado el cumplimiento de la real orden. Gracias a este conjuro, se nos abrieron las puertas de aquel almacén de papel viejo, nidera de ratas, receptáculo de aguas pluviales, que, con la gran capa de polvo, formaba por partes un espeso barro como en las calles. Aquello era el caos; y, a pesar de eso, se nos exigió con mucha formalidad expresáramos compendiosamente el contenido de los documentos que apartábamos. Por de contado tuvieron que pasar por lo que dijimos. ¿Cómo habían de leer ellos ni un renglón en la mayor parte de aquellos documentos? Yo logré que se me permitiera apartar una buena porción de manuscritos curiosos para la biblioteca de la Universidad, entre ellos el expediente de beatificación de San Juan de Sahagún. Pasé aviso al rector, y este al ministro; pero a mi salida de Salamanca aún no se había logrado contestación, ni orden para su entrega.

Aun los mismos que habíamos apartado el Sr. Gayangos y yo en 1805, tardaron tres o cuatro años en llegar al archivo de la Academia.

Algún tiempo después se vio esta precisada a devolver al gobierno el Archivo histórico-nacional de documentos, por ella formado a tanta costa, sin haber logrado publicar, por la penuria de recursos, sino el tomo I del Índice de documentos, que salió a luz en 1861, en un tomo de 450 páginas, y contiene los documentos relativos a los monasterios de Nuestra Señora de la Vid y San Millán de la Cogolla.

Acerca de los motivos por que la Academia de la Historia hubo de abandonar su querido archivo, con harto olor y disgusto suyo, debo ser muy parco. Baste que sepa el público que ese archivo, aunque está en el edificio mismo donde la Academia tiene sus libros, papeles, documentos, colecciones, monetario y museo, no es ya de la Academia, y que ni aun se ha dejado a esta la inspección, que se le ofreció cuando se devolvió al gobierno.

Sic vos nom vobis..

Sic vos nom vobis…

Los trabajos de la Academia merecían, en verdad, alguna más consideración del anterior gobierno, pues no culpo de esta desatención enteramente al gobierno provisional. No juzgo por pasión ni por espíritu de partido, pues no pertenezco a ninguno, y amo mi independencia más que todo: por ese motivo culpo a las administraciones pasadas de aquello en que faltaron.

En vista de lo dicho, se podrá formar opinión acerca de la importancia que se deba dar a ese preámbulo del decreto de 1.° de enero, escrito con hiel, y en el cual se echan en cara a los cabildos eclesiásticos los robos y defraudaciones hechas en los archivos civiles. ¡Pues qué! ¿acaso esos papeles procedentes de los archivos eclesiásticos de Aragón, comprados por 1,000 rs., estaban guardados en el archivo de ninguna iglesia catedral?

¡Pues qué!  los de la Inquisición, de que tanto se habló, ¿no estuvieron en poder de seglares hasta que se llevaron a la Audiencia?

¡Pues qué! los de casi todas las colegiatas, no estaban incautados y en poder de los empleados de Hacienda.

¡Pues qué! las coleccioncillas de autógrafos de Reyes personajes célebres de Aragón, que se han vendido en Zaragoza y en Madrid por 1.000 reales, y hasta por una onza de oro, en época no muy remota, ¿no se formaban, según se decía, en archivos civiles no históricos de aquella Corona, en que ninguna participación tenía el clero?

¡Pues qué! ¿no fueron estas quejas sobre el mal estado de los archivos civiles de Aragón, y lo que se decía sobre ellos por Madrid, y las reclamaciones hechas por el autor de estos artículos en la junta consultiva de archivos, Bibliotecas y Museos, las que decidieron a esta a delegarle para hacer los trabajos preparatorios, a fin de crear el archivo histórico de Aragón? Pero dejemos aquí este asunto para echar una ojeada sobre el estado de los archivos civiles en España.

VICENTE DE LA FUENTE.

(1)  Discurso leído en la Real academia de la Historia por su director el Excmo. Sr. D. Luis Lopez Ballesteros, al concluir el trienio de su dirección, en 1852: pag.16

(2)Discurso citado , pag.17

 

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